Por convención social, los plazos hasta llegar a las cosas importantes se cuentan hacia atrás, en forma regresiva. “Quedan X días para casarme” o “faltan X horas para el examen” pueden ser lugares comunes en las conversaciones, según el entorno de cada uno y el momento de la vida. No es casual, en ese contexto, que los segundos antes del lanzamiento de un cohete al espacio se marquen del 10 al uno.

El verano es la temporada de dejar evidente esta costumbre. A mí me restan 19 días para las vacaciones, ese paréntesis en las actividades comunes que hace que todo el conteo comience de nuevo. De pronto pueden ser una ficción o un espejismo psicológico: los problemas no se van ni las actitudes cambian sólo porque alguien no vaya a trabajar. Pero, por lo pronto, este derecho conquistado por los trabajadores rentados hace relativamente poco tiempo (hablamos de unos 100 años como máximo, ya que antes estaba reservado a unos pocos) hay que disfrutarlo con ganas.

Etimológicamente, la palabra vacaciones deriva del latín vacans, participio del verbo vacare: estar libre, desocupado. Ya con ese inicio, quedaría poco por agregar.

Lo ideal y recomendable es irse lo más lejos posible de la casa que uno habita diariamente. Por supuesto que esto no es posible para todos, y, en el caso de no poder, habrá que conformarse con romper la rutina de la forma más fuerte posible.

Cuando se retorne al trabajo, una nueva cuenta regresiva comenzará a correr. Muchos son los que calcularán, apenas sentados en sus escritorios, cuántos meses les faltan para volver a tener vacaciones. Quizás ésa sea la real ilusión, la ficción a la cual todos (alguna vez) nos agarramos con fuerza: que el trabajo sea la excepción y el descanso, la regla. Por algo la diferencia, allá en los tiempos romanos remotos, era entre el ocio y el nec-otium (no ocio), donde las tareas económicamente productivas eran lo contrario del no hacer nada.